lunes, 10 de noviembre de 2008

CODORACHI

Los tres primeros años de los ochenta fueron los del camino. Los del puro camino. Trabajaba entonces en Obras Públicas del Gobierno del Estado y, en calidad de “préstamo” a raíz de un convenio, pasé al departamento de Monumentos Históricos del INAH, Centro Noroeste en aquel tiempo y Centro Sonora hoy, comisionado para trabajar en el Catálogo de Monumentos Históricos del INAH y otras labores propias de mi profesión. La relación con historiadores, economistas, antropólogos, arqueólogos, sociólogos y otros “logos”, influyó en mi visión de la arquitectura. Dejé de verla como un simple ejercicio de diseño, para entenderla en una dimensión mucho más amplia.
Pues bien, en uno de esos días de aquellos años, recorríamos el camino rumbo al Codorachi, los restos de una hacienda porfirista abandonada y “emblazonando” los recuerdos de los bellos tiempos. Una mole de ladrillo aparente con un copete en la parte más alta y con su respectivo óculo, donde alguna vez un reloj pudo haber marcado el tiempo de las labores. Al frente y camino de por medio, la casona de los propietarios igual en ruinas. En el primer edificio, que fue el molino, aun se apreciaba el entrepiso de madera machihembrada y las viejas máquinas de madera y fierro, despidiendo los aromas de la primera revolución industrial.
En la vieja casona, con algunas secciones derruidas, vivía el matrimonio encargado de cuidar las ruinas. Ocupaban uno de los cuartos del frente utilizando el viejo mobiliario de los tiempos de principios del siglo pasado. Un enorme “trastero” de madera fina lleno de molduras y recovecos, pero bastante maltratado por el tiempo. Un mesa con fuertes patas torneadas mostrando el mismo maltrato del paso de los años.
Tomamos las fotos de rigor para la ficha del catálogo, así como la descripción del edificio: Dos niveles, de ladrillo aparente, con molduras por todas partes y muy bien trabajadas, y el mencionado copete sin el reloj, etcétera, etcétera, etcétera. La visión de desolación, de páramos yermos, desapareció al echar un vistazo a la fachada trasera del edificio. Un pequeño puente soportado por un arco forjado con ladrillo, salvaba la pequeña acequia que conducía el agua del arroyo al pozo donde alguna vez una rueda de paletas hizo girar el mecanismo del ingenio molinero.
Todo era verdor en la parte posterior del edificio. Grandes mezquites y otros arbustos daban una sombra bastante extensa y agradable. Era como si el molino se hubiera convertido con el tiempo en una especie de represo, deteniendo el agua y convirtiendo aquella parte en un verdadero vergel. Adentrándome en el monte, “descubrí” los restos de una construcción probablemente anterior a la de la hacienda. Quedaba un arco en ruinas pero aun en pie, cubierto por la maleza y algunas enredaderas. Toda una imagen para un billete de los viejos.
En una sección donde el arroyo hacía hondonada, un par de familias de lugareños refrescaban el día bajo la sombra escuchando las rancheras. Los niños chapoteando en el agua, los hombres dando cuenta de los botes de cerveza y las doñas en su cotorreo de las cotidianidades domésticas. Todo un cromo. Si de entre la maleza hubiera aparecido el Charro Negro cantando con su guitarra y una morena de trenza tan negras como sus ojazos acomodada en la grupa de la montura, no me hubiera sorprendido demasiado. Me hicieron saber que un poco más allá, ahora no recuerdo hacia donde, quedaban los restos de una acequia y otras obras de ingeniería hidráulica, que eran más viejas que el molino.
De regreso al edificio del molino, con sus dos pisos de ladrillo aparente y su copete sin reloj, aprecié mejor los efectos de la arquitectura sobre la naturaleza. Un arroyo que se vio forzado a desviar su camino por las obras hidráulicas para dar fuerza a la maquinaria, interrumpió su rumbo de verdura creando un jardín a espaldas de la construcción, mientras todo el frente, los terrenos de cultivo y el camino mostraban la desolación de la erosión.

1 comentario:

abraham palafox dijo...

saludos
me encanta la idea del blog.!
abraham.